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El matriarcado
sentimental
de Cristina
Rubalcava
Carlos Fuentes
Ellas no bailan boleros: en mi recuerdo, bailábamos
el mambo en el Salón Los Ángeles, el
danzón en el Río Rosa y el cha-cha-chá en el decrépito
Leda. El bolero se escuchaba. Tomados
de la mano. Mirándonos a los ojos. Repasando el
vocabulario y los sentimientos de nuestra última
cursilería latinoamericana, frenada acaso por normas
de buen gusto, disfrazada a menudo por las
caretas de una sensibilidad que quisiera ser otra,
de allá, proustiana y siempre en larina de Lara,
manzanera, risueña, barcelatosa, larina y latina,
levadura de nuestro optimismo melodramático que
prefiere el llanto aleve de la telenovela a cualquier
gravedad trágica que ponga en entredicho nuestra
vocación primera, que es la de la Utopía.
El Nuevo
Mundo del bolero es el de esa utopía degradada
pero jamás renunciada, regada “por agua que cae
del cielo”, flor que ya no retoña “porque tiene
muerto el corazón”. Rescatar el paraíso —la vereda
tropical— mediante las operaciones del corazón
es el proyecto imposible del bolero, típica forma
antipopular de una cultura elitista de decadencia
(es decir: divertida), lenguaje culterano de los modernistas,
adaptado a las necesidades sentimentales
de la alcoba, la playa y el burdel. Amado Nervo
vive en la voz de Lucho Gatica. No, bailar el bolero
hubiese sido una profanación, como bailar un
oratorio de Bach. Sólo Antonio Badú, con Leticia
Palma entre los brazos, se atrevía a hacerlo mientras
murmuraba las inmortales palabras: “Hipócrita,
sencillamente hipócrita, perversa, te burlaste de
mí”. Lamento de los amores traicionados, el bolero,
a diferencia del tango, a diferencia del corrido
ranchero, nunca desemboca en la sangre. El corazón
llora por dentro. No hay crimen pasional en el bolero. Oda a la sensiblería de la clase media; en el
bolero las Cleopatras y los Otelos del subdesarrollo
se dan cita nocturna para encarnar la paradoja de
una misoginia delirante —la mujer es pecadora,
hipócrita, vendida, perversa, aventurera— en la
que la sangre nunca llega al río porque el macho se
muestra extrañamente impotente, adorador y dominado
por la hembra. En el gran matriarcado del
bolero, el hombre no pretende ser dueño de la mujer,
sabe que Dios nos hizo quererlas para hacernos
sufrir más, siente celos hasta de lo que pudo ser
pero está dispuesto a creer que no existe el pasado
y que nacimos el mismo instante en que nos conocimos.
Al cabo habrá una recompensa: yo no sé si
tenga amor la eternidad, pero allá tal como aquí,
en la boca llevarás sabor a mí.
Con los ojos implacables
de las terribles diosas ambiguas del panteón
azteca —vida y muerte, corrupción y pureza, alba y
crepúsculo— Cristina Rubalcava pinta ahora el orden
del matriarcado secreto de América Latina, el
oratorio de las mujeres humilladas pero vengativas,
de los amores perdidos que dan luz a la vida apagándola
después, de las bocas de púrpura encendida
que nunca podrán besarse, y donde crueles son las
preguntas que nos grita el corazón. Música disfrazada,
el bolero pintado por Rubalcava es nada más
y nada menos que el último brindis de un bohemio
por una reina. Luego, como dijera Hamlet, el silencio.
O sea no me platiques más, déjame imaginar.
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